¡CRISTO VIVE!

  LA RESURRECCIÓN 

¡CRISTO VIVE!

 

 

Desde aquel aciago día cuando Adán y Eva alargaron la mano para tomar el fruto del árbol prohibido, la vida ha estado marcada por la muerte y un fatídico ciclo se apoderó de la creación como consecuencia de la entrada del pecado. Y aunque Adán y Eva no murieron ese día, la muerte comenzó a invadir el planeta, pues dos víctimas inocentes perdieron la vida para que ellos pudieran salir del Edén con cierta dignidad, cubiertos con pieles de cordero. Desde entonces, los seres humanos comenzaron a recorrer un camino que empieza con el nacimiento, pasa por la infancia y la niñez, continúa por la adolescencia y la juventud, culmina con la

edad madura, y finalmente desemboca en la muerte.

 

Pero en medio de esta fatídica desesperanza, el mensaje de las Sagradas Escrituras establece un contraste tan grande con las religiones antiguas y la ciencia moderna, como el que existe entre el día y la noche, el verano y el invierno, la vida y la muerte.

 

Para las Escrituras, la vida es sinónimo del bien y la muerte se equipara con el mal, que junto con el dolor, la enfermedad y el sufrimiento son consecuencia de la entrada del pecado en este mundo. Cuando los primeros seres humanos decidieron rebelarse contra la voluntad de Dios se produjo, tanto en ellos como en este mundo, ciertos cambios sumamente perjudiciales.

 

Para empezar, Adán y Eva dejaron de ser inocentes: se convirtieron en pecadores al permitir que el mal tomara posesión de sus vidas. Las relaciones humanas, desde el mismo principio, se volvieron tirantes. Adán, ante la pregunta de Dios, culpó a su mujer de su caída, y Eva, en las mismas circunstancias, culpó a la serpiente. Ambos, indirectamente, culparon a Dios. Y esta mentalidad, fruto de la naturaleza pecaminosa, constituye la raíz de todos los conflictos y las muertes que ha experimentado la humanidad a lo largo de su historia.

 

Pero Dios mismo, en la persona de su amado Hijo, tomó la naturaleza humana, y de esa manera penetró en el ciclo vida-muerte para romperlo desde adentro. Nació como cualquier otro ser humano del seno de una mujer: la bienaventurada virgen María. Lo vemos como bebé en el pesebre de Belén. Se nos presenta como adolescente frente a los sabios del templo, asombrándolos con sus preguntas, sus respuestas y sus razonamientos. Lo contemplamos en plena juventud trabajando como artesano en la carpintería de José. Y todavía con el vigor de esa juventud maravillosa, aparece ante nosotros como el Médico, el Maestro y el Predicador de fama inextinguible.

 

Porque incluso voluntariamente encerrado dentro del ciclo fatídico de la vida seguida por la muerte, el Hijo de Dios vino, entre numerosas otras cosas, a mostrarnos cómo se debe vivir. Mientras los hombres de su tiempo se dedicaban a acumular riquezas, disponer cada vez de más poder, hacerse más famosos y gozar de toda clase de placeres lícitos e ilícitos, el Maestro de Galilea dedicaba su vida a servir. Porque cuando él sanaba estaba sirviendo; cuando enseñaba también servía; y otro tanto hacía cuando predicaba. Mediante esas actividades que constituyen un modelo para nosotros, ya estaba disipando las tinieblas del mal; mientras tanto sus contemporáneos, dedicados al dinero, el poder, la fama y los placeres, se hundían cada vez en las tinieblas de la muerte.

 

Las Escrituras nos siguen contando que el Hijo de Dios, que vino a destruir el ciclo vida-muerte para que sólo quedara la vida en la ecuación, mientras se encontraba en el apogeo de su vida sin que la decadencia lo hubiera alcanzado todavía, aparentemente perdió su batalla contra las fuerzas de las tinieblas, del mal y de la muerte, y después de una parodia de juicio fue condenado a morir la muerte más atroz que se puede concebir: muerte de cruz.

 

Y mientras el crucificado permaneció inerme clavado a la cruz, verdaderamente muerto –pues esa muerte no fue una parodia sino algo sumamente real–, las tinieblas y la muerte capitaneadas por el enemigo de Dios y la humanidad, parecían haber ganado la partida. El ciclo vida-muerte permanecía incólume, amenazando esclavizar con sus grilletes a la especie humana por toda la eternidad.

 

Cuando el Hijo de Dios, completamente inconsciente, fue depositado en la tumba nueva de José de Arimatea, la victoria de la muerte aparentemente alcanzó su confirmación.

 

Podemos imaginarnos al enemigo disfrutando de la situación en compañía de todos sus ángeles rebeldes. Al parecer iban a poder retenerlo por los siglos sin fin en su cárcel de piedra. Había sufrido la muerte que es la paga del pecado, y de esa muerte nadie podía volver. Al parecer estaba definitivamente derrotado. Se había arriesgado demasiado en su afán de romper el ciclo y salvar a la humanidad, y había caído víctima de su propio plan.

 

Jesús entregó el espíritu en la cruz del Calvario un viernes poco después del mediodía. Permaneció en la tumba durante todas las horas del sábado que siguió, aparentemente confirmando el triunfo del mal, las tinieblas y la muerte. Siguió en esa condición durante la noche que va del sábado el domingo, hasta que unas horas antes del amanecer de ese día un fuerte terremoto sacudió el sepulcro. Los soldados romanos destacados para montar guardia sobre la tumba cayeron en tierra como si hubieran sido barridos por un fuerte viento; entonces, un ángel luminoso descendió del cielo y retiró la piedra que cubría la boca del sepulcro, y de su interior surgió poderoso el resplandor que provenía del cuerpo glorificado de Jesús, que había resucitado. Por todo el universo resonó el clamor de los ángeles y los habitantes de los mundos no caídos: ¡CRISTO VIVE! ¡Se había roto definitivamente el ciclo vida-muerte! Ahora era sólo cuestión de tiempo para que fuera definitivo el triunfo de la vida sobre la muerte, de la luz sobre las tinieblas, del bien sobre el mal, de Cristo sobre Satanás.

 

No nos cabe duda que Dios podría haber zanjado en ese mismo instante su viejo pleito con Satanás, y ponerle fin a la controversia sin apelación ninguna. Creemos que no lo hizo por amor a nosotros. Si lo hubiera hecho, dos mil años de historia humana habrían desaparecido sin dejar rastros, y nosotros no habríamos nacido ni tenido la oportunidad de ser ciudadanos del reino de la vida, la luz y el bien.

 

Pero hay otra razón. Los argumentos del enemigo nunca han sido fáciles de refutar. Si el Señor le daba al príncipe de las tinieblas y la muerte dos mil años más para que desarrollara sus planes y para que éstos maduraran, llegaría el momento cuando en ninguna mente, ni angélica ni humana, existiría ya la menor duda de que el gobierno de Satanás es un desastre, y el Nombre y el gobierno divinos quedarían vindicados por la eternidad.

 

Hay una tercera razón. Para lograr que el ciclo vida-muerte se rompa, y para que sólo quede la vida, se necesitaba una gran victoria. Todo pecado es una expresión del mal y desemboca en la muerte. Adán y Eva entraron en este perverso ciclo cuando pecaron. Para romperlo era imperiosamente necesario vivir una vida sin la más mínima contaminación del pecado.

 

Jesús vivió esa vida como un hombre entre los hombres, pero jamás cometió pecado. El príncipe de la muerte lo tentó de mil maneras con el fin de arrastrarlo al pecado, sin conseguirlo nunca. Jesús ganó la victoria y su triunfo garantizó la ruptura definitiva del ciclo.

 

Pero es necesario acallar para siempre al rebelde. El esgrime el argumento de que Jesús pudo vencer porque es superior a los hombres. Y lo afirma a pesar de que Jesús, mientras estuvo en esta tierra, se limitó estrictamente a su condición de hombre. Sin embargo, para que no le quede al maligno resquicio de donde tomarse, Dios, en su infinita sabiduría, ha dispuesto que en los días finales de la historia humana un grupo de seres humanos derroten a Satanás y echen por tierra su argumento de que la voluntad de Dios no se puede cumplir. En medio de la peor persecución de toda la historia, con todos los factores en contra, ese grupo de seres humanos ganará la victoria para gloria de Dios y en beneficio del universo entero.

 

Hermano, acepta la invitación divina a vivir una vida victoriosa, y súmate a las filas de los que cantarán ¡CRISTO VIVE!

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